La DANA, a través del visor de mi cámara
En esta sección, el periodista vuelve hacia sí la cámara para contarnos lo que ve desde una perspectiva personal. Esa cámara, que debe enfocar los hechos y a los protagonistas de la noticia, se gira de forma excepcional hacia el periodista para que pueda mostrarnos lo que hay detrás de sus palabras, lo que ha experimentado y lo que ha sentido mientras informaba. No es solo un plano opuesto. Es una narración que complementa al relato informativo. Si en las otras secciones del periódico se informa objetivamente de la actualidad, en Contraplano se cuenta cómo se viven subjetivamente esas coberturas.
Llegué a la estación de autobuses de Valencia el sábado por la tarde. Alejandro Martínez Vélez, fotoperiodista colaborador de Europa Press, estaba en Chiva trabajando para The Times. Me dijo: «Estoy con un redactor guiri, pero se va hoy; cuando lo deje en el aeropuerto, te recojo». Tenía un par de horas libres hasta entonces y empecé a andar sin un rumbo concreto. Nunca había estado en Valencia. Se respiraba una absoluta normalidad, salvo por unas cuantas flores y un lazo negro en la plaza del Ayuntamiento, donde un grupo de niños jugaba alrededor de un pompero gigante, y muchas personas que iban en bicicleta con bolsas de basura atadas hasta las rodillas, una clara señal de lo que me esperaba al día siguiente.
Salimos hacia Paiporta por la mañana. En coche, solo pudimos avanzar hasta la entrada del barrio de San Marcelino, donde un policía nos cortó el paso. «¿Me entiendes?», le dijo a Alejandro. Nada le podía molestar más que eso. «Sí, claro que te entiendo, hablo castellano», respondió mientras giraba para dar la vuelta. Aparcamos en un KFC, donde un cartel advertía «parking solo para clientes». Emprendimos el camino a pie; nos esperaban cinco kilómetros hasta Paiporta. En el trayecto, pronto empezamos a ver cosas en posiciones inusuales, como farolas y carteles en horizontal o coches en vertical.
A mediodía, los equipos de rescate y algunos bomberos de Málaga, Marbella y Mallorca, que estaban de voluntarios en sus días libres, hicieron una pausa para comer. Mientras tanto, cogimos el coche para desplazarnos al Ikea de Alfafar, en cuyo parking alguien había dicho que se estaban buscando cadáveres. Ese trayecto en coche me mostró el lado más inhumano y desolador de la tragedia. Una vez que sales de los pueblos, no hay calor humano, solo destrucción. En un puente, un agente nos detuvo para dejar pasar a camiones militares. Al llegar a Alfafar, cuatro personas embarradas, con cámaras al hombro, recorrimos una carretera desierta esquivando coches volcados, con campos y cultivos destruidos a ambos lados. Las famosas naranjas de Valencia, manchadas de barro y con algún vehículo entre los naranjos, decoraban el paisaje. No pude evitar pensar en algunas escenas de la película Civil War en las que Jessie Cullen, la joven aspirante a fotógrafa de guerra, viaja en coche con colegas a los que admira mientras fotografía la guerra en su país.
Alejandro saludó a un bombero que, junto a sus compañeros, comenzaba a sacar agua del aparcamiento con una bomba. Se habían conocido en un campo de refugiados de Lesbos (Grecia), donde el bombero trabajaba como voluntario. Nos contó que el aparcamiento estaba lleno de agua, barro y basura, y que hasta que el nivel no bajara a la altura de una ventanilla de coche, no podrían saber si había cuerpos dentro.
Volvimos de Alfafar a pie, bajo la lluvia, cuando acababan de lanzar de nuevo la alerta roja, esperando 180 litros por metro cuadrado. «El martes cayeron 500», dijo un policía. Las calles se estremecieron cuando corrió el rumor de que el barranco de Catarroja se estaba desbordando de nuevo. «El agua viene de allí», escuchamos. Era la dirección en la que teníamos el coche. Un agente nos tranquilizó, asegurándonos que era solo un bulo. «¿Quién sería capaz de hacer correr un rumor así en una situación como esta, y qué ganaría con ello?», pensé.
Ya en el puente que atraviesa el nuevo cauce del río Turia, entrando en Valencia y empapados, Alejandro miró al cielo y me dijo: «No sé tú, pero esto es lo que más disfruto: el barro». Le di la espalda. Tenía razón, es por el barro por lo que me hice fotoperiodista.
El viaje de vuelta comenzó el martes por la mañana. Iríamos a Catarroja y desde allí, por la tarde, partiríamos hacia Madrid en la Roberta, como llamábamos al coche. No sabíamos lo que nos esperaba; tardamos dos horas y media en salir de Valencia. Pero lo peor vino después. Por la tarde, mientras nos preparábamos para salir hacia Madrid, nos cambiamos los pantalones y las botas para ir limpios de barro a nuestras casas, lejos de todo esto, con uno de los atardeceres más bonitos que he visto jamás de fondo, de esos que tiñen el cielo de rosa. Salimos de Catarroja y el maldito Google Maps nos llevó por Picaña, uno de los pueblos afectados donde habíamos estado el día anterior. «Mira, aquí estuvimos ayer», dijo Matías, fotoperiodista, también colaborador de Europa Press.
No pudimos evitar meter el coche en una calle con un desnivel de medio metro lleno de barro. Poco después comenzó a sonar algo en el capó. Paramos, y el sonido se detuvo. Intentamos continuar, pero el ruido volvió en una rotonda donde un policía controlaba el tráfico. Hasta el agente se asustó cuando nos vio salir corriendo del coche. Intentamos seguir, pero la situación se repitió. Tras ruegos y caricias a la Roberta frente al único puente que quedaba en Picaña de los cinco que había, logramos parar a un lado de la carretera para no obstruir el paso de camiones militares, ambulancias y policías. Matías llamó a su hermano Fede, mecánico en Argentina. Le envió audios y vídeos del capó, y logró identificar que fallaba un tornillo en el radiador del motor. Entre Fede y Pascual, un joven que pasaba por allí y que había comenzado hacía poco a trabajar en el taller de su tío, conseguimos atar el radiador con una cuerda, sustituyendo el tornillo que faltaba. La Roberta volvió a la vida, y con ella, nuestra esperanza.
No soy una persona que tenga miedo a muchas cosas, pero no quiero imaginar lo que sentirán aquellos que se han quedado sin una casa a la que volver o sin una Roberta que los lleve.