Reportajes

La tradición como reliquia

Para los habitantes de Mayorga, el año “termina y comienza con esta fiesta” en honor a santo Toribio de Mogrovejo, misionero español oriundo de la localidad vallisoletana

Tres generaciones de la familia Vega se reúnen en una misma casa, aquella que ha visto crecer a muchos y emigrar a la ciudad a otros tantos. Mayorga, una localidad de unos mil cuatrocientos habitantes al norte de Valladolid, no es una excepción en la España vaciada y son pocos los que encuentran allí su residencia permanente. Sin embargo, el 27 de septiembre es una fecha marcada en el calendario, inamovible, una excusa para regresar.

Pasión, tradición y fe unen a los mayorganos durante una noche que se presenta tan larga como emocionante. Año tras año, recuerdan el día en el que recibieron una reliquia, la segunda, de Santo Toribio Alfonso de Mogrovejo y Robledo, repitiendo con la rigurosidad que solo da la devoción lo que sucedió aquella noche de 1752. El Vítor, estandarte que da nombre a la festividad, está formado por una tabla policromada que la Universidad de Salamanca concedió al santo. Esta es la reliquia que pasean en procesión por las calles, arropada por centenares de pieles —en su origen de cabra y, en la actualidad, sintéticas— que son prendidas en la hoguera.

Los mayorganos se protegen del fuego con gabanes, guantes y gorros de ala ancha | Foto: Pedro Pascual

Mayores y pequeños se enfundan en gruesas gabardinas, gorros de ala grande, guantes y botas, un ropaje que no se saldría demasiado de lo común si no fuese por las oscuras manchas que lo cubren, ocultando el color original y modificando su textura. Esas manchas son el resultado de años paseando por las calles con un pellejo ardiendo sobre sus cabezas. Son las huellas que deja la pez, un producto negro y pegajoso que se extraía de la madera del pino, cuando cae sobre una superficie, como si tratase de no ser olvidada. Se acumula sobre los tejidos con cada festividad, dejando sobre ellos una huella imborrable. “Hay gente que lleva el gabán de hace 25 años y no lo quieren cambiar, ya sea por gusto o por sentimiento”, señala Alfonso Vega.

Los pellejos gotean sobre las manos desnudas de los fotógrafos que se situan bajo el fuego para conseguir la mejor foto

Este es el primer Vítor en el que Lucía, una de las más pequeñas de los Vega, recorrerá las calles varal prendido en mano. Está nerviosa, pero emocionada. No es la única, otros niños también tendrán su pequeña procesión, algo alejada de la principal, que se hace demasiado aventurada para ellos. El más joven de la familia todavía no ha dado el paso de participar en esta tradición familiar, el fuego le impresiona. “Le quedan un par de años”, asegura Manolo, el cabeza de familia. En este hogar los jóvenes parecen tan implicados como los adultos, aunque Alfonso cree que «las nuevas generaciones no se involucran tanto como antes, pero mientras haya familias como la nuestra, esta tradición perdurará». Lucía ya está preparada, con un traje y un gorro que todavía no han sufrido los estragos de la pez pero que serán bañados por ella a lo largo de la noche.

Es 2024 y las mujeres de la familia participan en esta tradición. Son muchas las que, enfundadas con un pañuelo blanco para proteger su cabello, prenden los pellejos y pasean frente los curiosos que visitan la fiesta, declarada de Interés Turístico Nacional en 2003. Sin embargo, no siempre fue así. La labor de las mujeres, cuenta la mayor de la familia, solía ser extraer la pez de la barba de los maridos una vez llegaban a casa. No hace tanto que ese era su único trabajo.

Antiguamente, las mujeres solo participaban de la procesión limpiando la pez de las barbas de sus maridos | Foto: Pedro Pascual

Son las diez menos diez y están todos preparados. La familia se apresura a salir, no deben entretenerse más, el programa de las fiestas de Mayorga pide puntualidad para el inicio de la procesión: “Se ruega encarecidamente se respeten los horarios marcados”, pregona. La salida de la casa parece en sí misma una procesión. El hogar pertenecía a la abuela de la familia. Ella ya no vive, y la casa permanece vacia casi todo el año. Lucía es la sexta generación de los Vega que pisa ese edificio desde la querida abuela. Es uno de ellos, Manolo Vega, el encargado de encender la hoguera que prenderá los pellejos. La casa es la más próxima a la ermita de Santo Toribio: “Al final, al estar tan cerca de la ermita, cuando hacía falta leña para la procesión nos la pedían a nosotros”, recuerda Manolo.

El pueblo desfila en procesión por una de sus calles. Los pellejos gotean y caen sobre las manos desnudas de los fotógrafos que se aventuran a situarse bajo el fuego para conseguir la mejor fotografía. Algunos, viejos conocedores de la tradición, portan sus propios guantes. Otros, reciben la pez con un punzante dolor en la piel, que pasa rápido pero deja marca.

En la plaza de toros de Mayorga, a las 00.00 del 28, tiran fuegos artificiales y cantan en honor al santo arrodillados| Foto: Pedro Pascual

No es extraño ver a alguien quemarse, ni siquiera a los propios lugareños. Entra dentro de la normalidad de la fiesta.  “El año pasado, a un chico le cayó un pellejo encendido en el hombro y, aunque tuvo que ir a urgencias, lo llevó con mucho orgullo”, relata Manolo. Para los mayorganos, el sacrificio físico forma parte del fervor que sienten por su tradición. Continúan sosteniendo sus pesados varales hasta que el fuego se come el pellejo y los restos caen a sus pies.

“Hay quien lleva el mismo gabán manchado de pez desde hace 25 años”

En procesión llegan hasta la plaza, donde les espera un espectáculo de fuegos artificiales. Miran al cielo con un sentimiento que asocian al año nuevo, recordando no solo al santo sino a los familiares que un día perdieron mientras abrazan a los que todavía están. «Es un momento inexplicable, porque te acuerdas de tus padres, tu abuelo, hermanos, amigos que ya no están…, es un momento de mucha emoción», asegura Manolo. Si uno mira desde abajo, la llama de los pellejos se funde con los fuegos artificiales en un espectáculo conmovedor. Arrodillados, cantan a Santo Toribio.

El Vítor se sitúa al final de la procesión | Foto: Pedro Pascual

Tras una noche de comunidad, peñas, bares y pellejos, a las tres de la mañana se reanuda la procesión. El destino final ya no es la plaza sino la ermita del pueblo. Es pequeña y solo caben unos pocos afortunados, aquellos cuya misión es rezar y recibir al santo. Dentro de la iglesia ya no hay pellejos quemándose pero sí varales coronados con los sombreros que antes cubrían sus cabezas, una muestra de respeto al lugar en el que se encuentran.

Apenas quedan resquicios de los excesos de la noche en el bar, tan solo devoción. La fiesta ha terminado. Ahora queda rezar y volver, de nuevo en ardiente procesión, cada uno a su hogar. El Vítor se despide hasta el próximo 27 de septiembre.

Aquí la galería del Vítor de Mayorga:

El mayor de la familia Vega, colocándose el gabán, manchado de pez tras haber pasado por procesiones pasadas | Foto: Pedro Pascual
Mayorganos alzando las varas al comienzo de la procesión | Foto: Natalia Loizaga
Fuegos artificiales en honor a santo Toribio | Foto: Pedro Pascual
Los sombreros de paja pueden durar seis o siete años, las gabardinas aguantan mejor el desgaste que produce la pez | Foto: Natalia Loizaga
Los pellejos ahora son sintéticos, lo que hace que peguen fogonazos y se consuman más rapido | Foto: Pedro Pascual
Al comienzo, junto a la ermita, hacen una gran hoguera, en la que prenden todos los pellejos | Foto: Pedro Pascual
Las nuevas generaciones también participan de la fiesta, que va más allá de sentimientos religiosos | Foto: Pedro Pascual
Mayorganos charlando durante la tirada de fuegos artificiales | Foto: Pedro Pascual

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